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Por Alberto Rodríguez "Curvone"
escrito para un concurso de relatos
abril/2012

MATERIA
Convertir la palabra en la materia
donde lo que quisiéramos decir no pueda
penetrar más allá
de lo que la materia nos diría
si a ella, como un vientre,
delicado aplicásemos,
desnudo, blanco vientre,
delicado el oído para oír
el mar, el indistinto
rumor del mar, que más allá de ti,
el no nombrado amor, te engendra siempre.

José Angel Valente.

 

Amancio rebuscó la picadura en los bolsillos de su rebeca gris. Era su favorita desde hace muchísimos años, precisamente por sus bolsillos hondos y cavernosos, en los que ocultar el tabaco de su Felicia, que siempre andaba en sermones, reconvenciones y monsergas por culpa de ese humo azulado que teñía de placer de cuando en cuando aquellos pequeños momentos tras la siega o conducir las vacas al establo, al abrigo de los lobos.

Amancio comenzó a liarse un cigarrillo con esa maestría mecánica que dan los trienios, mientras oteaba la carretera que subía desde el pueblo a estas laderas inhóspitas y huesudas, por las que las astilladas tibias calizas asomaban entre el verdor de sus carnes prietas en forma de campas. Collado Alguacil, foto de 'dobleM'El entorno era lo más parecido a una postal del paraíso, pero como todas las postales, en el reverso escondía una vida dura, durísima. Aquellos montes preñados de castaños, de hayedos, de quejigos retorcidos, de robles impertérritos y encinares que vieron siglos pasar, en invierno se cubrían de nieve espesa, en días apenas se podía salir más allá del umbral de las casonas y el aislamiento no era cosa infrecuente. No tanto como años ha, en los que en meses era imposible bajar a parte ninguna y sin tener la despensa repleta de tasajo y matanza y la leñera bien provista era sencillamente imposible sobrevivir. Hogaño en apenas un día la quitanieves aparecía por la cinta de asfalto que Amancio oteaba desocupado y se acabó el no poder bajar a comprar suministros al pueblo.

Lo malo es que en aquella aldea apenas quedaba gente. Los jóvenes habían emigrado a la capital hacía mucho tiempo, huyendo de las duras condiciones de vida y de un futuro con olor a estiércol y huerta como todo horizonte. Sólo quedaban los ancianos que habían decidido encastillarse y resistir el asedio de la modernidad, más gente como Amancio, que un día se jubilaron o prejubilaron en la ciudad y volvieron a su terruño, sólo por placer. Incluso logró ser elegido alcalde de esa minúscula aldea de la montaña palentina. Así que ahora esa despoblación que corroía las entrañas mismas del pueblo también corroía su conciencia y su sentido de la responsabilidad. Era muy difícil salir del bucle que acababa en la huida total. Se necesitaba población y negocios para atraer los dineros públicos y privados. Y sin esos dineros no se podía promover negocios que atrajesen a la población. Un tóxico círculo vicioso que amenazaba la vida tal y como los abuelos recordaban o tal y como él la entendía.

El viejo rito de cuidar el ganado y vender la carne o la leche cada vez tenía menos margen de beneficio y dependía más y más de la limosna en forma de ayuda europea. El turismo era una opción interesante, pero promoverlo suponía de algún modo cambiar por completo la fisonomía del pueblo, haciéndolo perder su esencia y valor. Amancio había estado demasiadas veces en la estación invernal de Alto Campoo y sabía de lo que hablaba. Amaba estos montes y tapizarlos de hormigón y acero no era una salida para él. No, no podía traicionar el empeño diario y cotidiano de aquellas gentes adheridas por la sangre de sus antepasados a las lascas de sus cijas, ni tampoco la memoria de su Felicia, que descansando en el camposanto de la ladera, había persistido en permanecer en su terruño amado y salvaje, prístino y seráfico. También quedaba ese turismo que precisamente busca esos valores que Amancio quería preservar, pero eran tantos y tantos los lugares con los que competir, lugares afanados en preservar la misma pureza, con hermosos paisajes y raigambre popular de veras, con museos etnográficos o centros de interpretación… Aquí también el panorama era poco halagüeño, esclavo del poderoso mercado global.

Todos estos barruntos rugían en la mollera de Amancio, mientras triscaba el cadáver húmedo de cigarro que languidecía entreverado en sus dientes.

Un coche rompió el silencio como un sable una sábana. Aparcó no lejos de donde Amancio atalayaba la carretera, cerca de la ladera desde donde Felicia siempre quiso tener buenas vistas. De él salieron unos jóvenes, ataviados con camisetas de vivos colores, que se saludaron como si hiciese largo tiempo que no se vieran. Dispusieron en la cuneta herbajada termos de café, bollería jugosa procedente sin duda alguna de la panadería del pueblo de abajo, algunas lonas a modo de mantelería y comenzaron a preparar las viandas como si fuesen a alimentar a Gargantúa y Pantagruel.

Cuando quedaron satisfechos del embriagador aspecto de tal banquete matutino, sacaron un enorme cartel del coche, trabajado en madera y oscuro como un tótem africano. Le adornaban letras de color chillón y algunos gráficos indescifrables para Amancio. Plantada en Xorret de Catí, foto de Virenke23Ni cortos ni perezosos, sacaron también del coche un par de picos, cemento y se pusieron manos a la obra dispuestos a colocar el cartel bien enhiesto y desafiante de la cellisca que solía mordisquear todo por aquellos lares en otoño o invierno.

Impelido por la curiosidad, a la par que por su responsabilidad como alcalde pedáneo, Amancio se acercó a aquellos forasteros.

- Buenos días.

- Muy buenos, señor, aunque el frío todavía aprieta.

- Soy el alcalde de la aldea. ¿Les importaría decirme que están haciendo? Es pura curiosidad.

- Pues… sentimos si hemos obrado mal. Queremos poner este cartel, no sabíamos si había que pedir algún permiso o licencia…

- No, no. Por el asunto oficial no se preocupen. Además, parece un cartel de madera, acorde con el entorno.

- Eso tratamos, señor. Verá, nos gusta y apasiona la bicicleta, somos cicloturistas y un amigo nuestro fabrica con sus propias manos estos carteles para subidas o puertos de montaña que por alguna razón no tienen un indicativo, ya sea porque las autoridades no lo han señalizado o por que se llega a ninguna parte.

- Veo que estamos en el segundo caso…

- Sí, más o menos.

- ¿Puedo verlo?

- Claro. Y si espera unos minutos, también conocerá a su autor, que viene escalando en bicicleta.

El cartel tenía un fuerte color oscuro, de nogal envejecido, con letras de tonos chillones que contrastaban con el fondo de manera centelleante. Aparecían también, aparte del nombre de la subida tal y como la conocían los lugareños, un gráfico con los porcentajes de cada parte de la ascensión.

Amancio seguía admirando la obra de artesanía que rezumaba cariño por cada poro de las tablas. Y en eso que comenzaron a llegar ciclistas montados en sus modernas máquinas de metal y carbono, atraídos sin duda por el olor de los bollos y de la camaradería. Una vez cobrados los saludos de rigor y las exclamaciones admirativas a las viandas del almuerzo, se unieron a la tarea de plantar el cartel. Rieron y bromearon, invitaron a Amancio, que seguía con curiosidad casi de entomólogo los pormenores de aquella mañana festiva para los forasteros, que por lo visto llevaban preparando tiempo ha. Entre mordisco y mordisco a la bollería, le explicaron que son muchos los cicloturistas que usan la web para dar fe de sus hazañas, de sus pequeños retos personales cumplidos. Que son famosas sus fotos en carteles de lugares míticos como Tourmalet o Galibier. Y que, preso de una generosidad exorbitante, uno de ellos, fornido como un roble y ataviado con un pañuelo deportivo en la cabeza, que le daba un aspecto de bucanero, un buen día tuvo un sueño y trabajó con sus propias manos hasta hacer brotar de la madera aquellos singulares y hermosos carteles, con los que muchos cicloturistas, ávidos de mostrar su trofeo casi de caza, se fotografiaban tras haber pagado tributo con sudor y sufrimiento placentero. El del pañuelo saludó con un enorme apretón de manos a Amancio y le puso al corriente de lo que más o menos había barruntado gracias a escuchar aquí y allá. Que disfrutaba de su labor, que cada fotografía de alguien con uno de sus carteles le llenaban de una satisfacción tan simple como límpida. Como una gran familia que hubiese asistido a un parto, se fotografiaron ante el cartel, porque después, según le explicaron a Amancio, las iban a colgar en Internet, para que otros cicloturistas viesen y admirasen al “pequeñín”.

Fue entonces cuando a Amancio se le encendió una lucecita en la sesera. Les preguntó por la dirección de la página y les informó que desde la Agrupación Comarcal de la Montaña Palentina y su página web también se informaría de la existencia del cartel y de la exigente subida que señalizaba, cual panal de rica miel para las golosas moscas cicloturistas. Se despidieron entre parabienes, intercambio de papelitos con correos electrónicos escritos, disfrute y regocijo en los ojos de unos, esperanza halagüeña en los ojos del otro.

Amancio vislumbró tras el encuentro una pequeña rendija de luz difusa y entreverada de ilusión, como las candilejas del teatro de Gijón al que acudía de joven. Había oído hablar de lo que había supuesto el Angliru para el concejo de Riosa. La Cubilla, foto de BerritxuEl flujo de cicloturistas que atraía cual imán gigante. Así que quizás aquel cartel, hermano de otros tantos carteles, podría atraer gente que buscaba en aquellas montañas salvajes y sus repechos imposibles el condimento vacacional con la que aderezar la pasión cotidiana de todos los días. Gente que podría hablar de la serrería y nueva fábrica de muebles que con madera sostenible y certificada como tal se empeñaba en salir adelante un par de kilómetros abajo. O del queso que Pascual obtenía de sus cabras y que acababa de obtener el certificado ecológico.

Sí, definitivamente, la madera y el viento podrían, de nuevo, traer esperanza, porvenir, horizonte, a aquellas tierras agrestes e indómitas.

Amancio, pausadamente, hurgó y hurgó en los bolsillos hondos y cavernosos, extrajo la picadura y el papel y se encendió un nuevo cigarro, que saboreó por fin como cuando se lo tenía que esconder a Felicia.

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